Por Raúl Díaz Berlanga
Han
transcurrido ya cuarenta y tres años de aquella huella de 1968, tan
profunda, triste, dolorosa, penosa y muy vergonzosa, que muchos,
muchísimos mexicanos, tuvieron que aceptar se convirtiera en cicatriz
sin explicación convincente alguna.
El
comité nacional de huelga, por cuestiones de seguridad y estrategia,
decidió que la marcha, en esta ocasión, partiría a las cinco de la tarde
del Casco de Santo Tomás, ubicado en la Colonia Santa María la Ribera,
en la calle de Prolongación de Carpio, sede de las instalaciones de
algunas de las escuelas del Instituto Politécnico Nacional, rumbo a la
Plaza de las Tres Culturas, ubicada en la Unidad Habitacional de
Tlatelolco.
Los
contingentes estudiantiles provenientes de varios puntos de la ciudad,
empezaron a llegar desde las dos de la tarde. Para las cinco, la
concurrencia era ya muy numerosa. Se habían sumado también diversos
contingentes de campesinos, obreros y estudiantes, provenientes de
diferentes entidades de la República Mexicana .La marcha partió
puntualmente. Los manifestantes no sospechaban lo que allá ocurriría
horas más tarde.
Las pancartas que portábamos simplemente se referían a proyectos meramente estudiantiles y sociales
de cambio, en cuanto al manejo de la política de seguridad en la Ciudad
de México, de la reinstalación del sistema de becas para los
estudiantes y de los malos manejos en el Departamento del Distrito
Federal, a cargo del Coronel Regente Corona del Rosal. Los emblemas eran
alusivos a luchadores sociales internacionales y nacionales: Che
Guevara, Zapata, Villa, Hidalgo, Morelos, Mao. Nuestros gritos de guerra
eran:
¡ El Pueblo Unido jamás será Vencido! ¡Paz, Paz, Paz, Díaz Ordaz
que feo y chango estas!
¡Queremos a Corona del Rosal, embotellado! ¡Prensa vendida! ¡México, México, México! y algunas estrofas del Himno Nacional.
Como a las seis de la tarde, la mayoría de los contingentes ya habían alcanzado La
Plaza de las Tres Culturas. Ahí ya se encontraban varios camiones con
granaderos, policías de tránsito, patrullas, motociclistas y los
soldados del Batallón Olimpia, quienes se encontraban junto con sus
tanquetas, semiocultos e instalados en la Prolongación de San Juan de Letrán y de la Avenida de Manuel González.
La
presencia del ejército ya no nos extrañaba, pues las autoridades de la
capital los habían autorizado a controlar de manera directa el
movimiento estudiantil, semanas atrás. Nosotros teníamos ya la
conciencia y la experiencia, con lo del “bazucaso” a la puerta de la
Preparatoria número 1, el desmantelamiento con lujo de violencia de los
Talleres Gráficos de la Revista “Por qué”, y los ataques a la Vocacional
5, de no meternos con ellos.
Los
contingentes, todos, siempre fuimos muy respetuosos con las autoridades
que custodiaban las marchas, de hecho nunca hubo enfrentamientos
directos en ninguna de ellas.
Como a las seis y cuarto de la tarde, ya estábamos todos los contingentes reunidos.
En el Edificio Chihuahua, en la terraza del piso octavo, se habían instalado varios micrófonos. Desde ahí, los líderes del movimiento y los oradores invitados harían uso de la palabra. Esa sería nuestra tribuna.
Era yo, un joven que estudiaba el último año de la preparatoria, precisamente en el Colegio Isaac Ochoterena, donde en un ataque relámpago a cargo de los porros de la Vocacional 5, había dado inicio al movimiento, semanas atrás.
En
la Plaza de las Tres Culturas el ambiente era sensacional. Era un
momento de gran emoción aquel. El movimiento estudiantil había logrado
atraer y conjuntar a gran parte de la población. Los “goyas”
universitarios y los “güerum” de los politécnicos, nos ponían los pelos
de punta y la piel chinita. Se escuchaban infinidad de porras por todas
partes, estábamos unidos e identificados en un solo objetivo: HACER MAS
JUSTO Y EQUITATIVO PARA TODOS, NUESTRO PAIS.
Lo que se escuchaba en los altavoces, la verdad, poco me importaba. Me la pasaba viendo y sintiendo todo ese
gentío y la gran energía positiva que emitíamos y proyectábamos. De
repente, observando, observando, me di cuenta de que entre nosotros,
mezclados, se encontraban unos sujetos extraños, vestidos de civil, pero
con un guante blanco en la mano derecha, eso se me hizo curioso y de
inmediato se lo comunique a mi hermano mayor que se encontraba a mi lado
y él se lo comento a su vez a otros amigos y amigas que también
asistían al mitin. Había gente de todas las edades, hasta niños, porque
la plaza de las Tres Culturas, es como un gran patio rodeada de muchos
edificios de diferentes tamaños. También se encuentra ahí mismo, el
atrio de la Iglesia de Santiago Tlatelolco de los Franciscanos y màs a
la derecha el edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores y
enfrentito, una serie de ruinas Arqueológicas Prehispánicas que se pueden observar desde la parte superior de la explanada, porque se encuentran adheridas al suelo original, están por debajo del nivel de la plaza.
Mi
hermano me dijo que se iba a acercar más, hacia el Edificio Chihuahua,
que es el que queda de frente a la gran explanada. Por mi parte, decidí
ir a comprar un refresco a la Avenida de Prolongación de San Juan de
Letrán y Nonoalco, tratando de buscar algún sitio donde sentarme; cerca
de ahí, existen varias rocas incrustadas en el terreno que se encuentra
rodeando a las ruinas.
Serían
ya casì, las siete de la noche, quizás un poco menos, cuando de
repente, un helicóptero de la policía surco los aires y lanzó una luz de
bengala de color blanco. Todos nos inquietamos sobre manera. Unos niños
jugaban cerca de mí, afuera de la tienda en la que me estaba tomando mi
refresco. Me encontraba a espaldas de las tanquetas del ejército del
Batallòn Olimpia, en la segunda sección de la gran unidad habitacional,
cruzando la avenida. Los líderes nos comunicaban por los altavoces que
no hiciéramos ningún movimiento y que no respondiéramos a ninguna
agresión: ¡“No se muevan, permanezcan tranquilos”!.
Todo se sucedió en cuestión de minutos. Después del lanzamiento
de la luz de bengala, los hombres de guante blanco, empezaron a agredir
a los manifestantes. Tomé la botella de refresco y salí corriendo de
inmediato para sumarme a la defensa de mis compañeros; para mí
todo era más claro, pues me encontraba detrás de ellos y los
movimientos de esos hombres me eran fácil de observar, operaban de
manera organizada y disciplinada, en conjunto, haciendo una especie de
cerco. Fue entonces que hubo varios sonidos de armas de fuego que nadie
podía precisar con exactitud de donde provenían, sì de gente infiltrada o desde los flancos. Los
ruidos de las armas no cesaban, eran sonidos como martillazos sobre un
yunque, sonidos sordos. Empezaron los gritos y las carreras alocadas.
Todo era confusión y caos. Me detuve y retorne de inmediato a la tienda
para tratar de protegerme. Los disparos, al parecer, fueron realizados
desde la azotea del edificio Chihuahua o quizás más lejos desde algún
otro multifamiliar de alrededor. El fuego era cruzado. Daba la impresión
de que alguien respondía a la agresión. Yo sentía, en esos momentos que
el piso se me movía, no precisaba con exactitud lo que estaba
sucediendo, mis emociones se revolvían, todo era confuso, mi cerebro no
me auxiliaba, no alcanzaba a razonar plenamente. Empecé a ver como todos
los muchachos empezaron a correr en desbandada, en diferentes
direcciones. Los disparos se escuchaban ya por todas partes. Los
manifestantes habían sido sorprendidos, tomados por sorpresa. La
reacción era desorganizada y todos se atropellaban unos a otros. Las
balas zumbaban por todas partes. El rugido de las armas, era
ensordecedor. Todos corrían como gacelas al acecho, como liebres en
desbandada, el tirotèo era muy intenso. Reinaba la confusión y el
terror…
Fue
tremendo lo que yo sentía en ese momento, estaba aterrorizado, los
latidos de mi corazón eran muy fuertes, los oídos me zumbaban, sudaba
frìo, mi cuerpo estaba como adormecìdo, fue horrible ser testigo de todo
eso, la noche empezaba a càer. Todavía alcance a ver como una señora
alzo a unos de los niños mientras un señor agarraba de la mano a otros y
se trataban de esconder en los basureros del edificio, instalados en un
compartimiento oculto en el suelo cubiertos con tapas en forma de
hongo. Después vino un apagón total, porque para esa hora, ya se había
encendido la luz artificial. Se hizo la obscuridad. Todo era zozobra,
desarmonía incertidumbre, caos, y muchos gritos de dolor. Era tremendo
lo que estábamos presenciando y más que nada escuchando. Los muchachos
todos, estaban atrapados entre varios frentes, entre fuegos cruzados, no
había ruta hacia donde seguir, no
había hacia donde correr, solo en círculos, era un corral de muerte, un
ruedo de gran tragèdia. Y eso solamente fue el inicio, de una gran
masacre que vendría minutos después, cuando el ejército se movilizo de
donde se encontraba semioculto y el Batallón Olimpia, a bayoneta calada,
empezó a agredir cuerpo a cuerpo, abriendo fuego intensamente, hacia
los disque, agresores, que los atacaban desde el edificio Chihuahua. La
verdad, es que lo estaban hacièndo contra sus propios hermanos. Contra
los manifestantes. Contra los estudiantes. Contra las familias. Contra
los niños. Como si ellos fueran un
ejército enemigo adecuadamente pertrechado .¡Fue tremendo, muy
tremendo, todo eso!. Las ráfagas que salían de los cañones de las
tanquetas eran impresionantes, ante la obscuridad que reinaba; eran las
luces del mismo demonio, el fuego del infierno. Los sonidos nos
ensordecían y nosotros no podíamos hacer nada, porque un grupo de
granaderos nos lo impedía a base de macanazos y culatazos. Los gritos de
dolor de nuestros compañeros se escuchaban por todas partes. Nosotros
les gritábamos a los soldados que eran unos malditos asesinos. Las
ambulancias empezaron a llegar y muchas eran militares. El ataque duro
poco más de cuarenta minutos. La noche había caído. Hacía frío, mucho
viento y empezó a caer una llovizna. Fue entonces cuando se dio la orden
militar de tomar completamente La
Plaza de las Tres Culturas. Los soldados continuaròn entrando
sigilosamente a bayoneta calada, para evitar cualquier tipo de sorpresa.
Ya no supe más, porque salí corriendo despavorido a avisarle a mi padre
de todo lo sucedido ahì. Yo vivía en una pequeña colonia llamada Santa
María Insurgentes, a unas cuantas calles de la Unidad Habitacional de
Nonoalco Tlatelolco.
Llegue
a mi casa y mi madre me informo muy asustada y preocupada que había
escuchado los sonidos de los balazos y mi padre nos había ido a buscar
inmediatamente. Me volví a salir pese a la negativa de mi
madre. Todo estaba obscuro pues habían desactivado el alumbrado en toda
la periferia. Corrí rumbo al departamento de mi abuela materna que se
encontraba en la primera sección de la Unidad Tlatelolco, justo
al lado de la torre insignia de ese conjunto habitacional que está
construido en forma de punta de lanza y que cuenta con veintidós pisos.
Por ahí cruza el puente de Nonoalco que une a Insurgentes Norte con
Insurgentes Centro. Cuál no sería mi sorpresa cuando casi me topo en la
obscuridad con mi padre y mi hermano que también venían corriendo rumbo
a la casa ¡“pélale, Raúl”!,- me grito mi padre-, porque
este, refiriéndose a mi hermano, acaba de incendiar un camión de
pasajeros en el puente… Otros jóvenes pasaban también corriendo junto a
nosotros. Mire hacia atrás, al tiempo que corríamos, y vi como ardía el
camión a manera de antorcha en la parte más alta del puente…
Nos
refugiamos en la casa y tratamos de consolarnos unos a los otros, pues
habíamos perdido a todos nuestros más queridos amigos… A nuestros
hermanos…a tantos valiosos
jòvenes…
No los volveríamos a ver jamás… No los olvidaríamos, no los
olvidamos, ni los olvidarèmos :
¡Nunca, nunca, nunca!
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